Danilo en los Infiernos

Danilo en los infiernos es un viaje impresionista, un paseo superficial y trascendente, elegante y vulgar, elevado y rastrero por los espectáculos y la vivencias que se te pueden clavar deambulando por la cartelera madrileña nocturna. Madrid, ciudad en la que todo puede consumirse a sí mismo. Puñalada en medio del horizonte de algún plenilunio.

Monday, April 24, 2006

Kafka Kabaret: el buscador de perlas ante la Danza de la Muerte

Siempre se ha sospechado del que es diferente. Y se le ha condenado. El artista no es una excepción: hubo un tiempo en que incluso ni siquiera era enterrado en sagrado. Kafka es diferente, y se pregunta sobre el amor, sobre la muerte, sobre el sentido de la vida, sobre los imposibles. Esto es “Kafka Kabaret”, un hermosísimo texto con dramaturgia de Alfonso Pindado que nos sumerge en el mar de estas cuestiones. Y en su fondo, en la red del pescador de perlas que es -en propias palabras del texto- Frank Kafka, se enredan desgranándose canciones del mismo autor: poemas con música sencillos , bellos, dramáticos y plásticos; interpretados y cantados con sensibilidad por una destacable Sandra Dominique, quien interpreta a Milena, la dueña cabaretera del tugurio al que asistimos.

Entramos a la sala (Sala Triángulo), espacio escénico inteligentemente utilizado, y vemos que una pareja de jóvenes rasgan las tinieblas bailando un tango. Es el inicio del periplo al que asistiremos durante la representación. Kafka conoce a una joven de la que se enamora en la lejana capital de Bohemia; tropieza con ella en el camino doloroso por una realidad decadente, en pleno ocaso, alienadora, que deja en los márgenes del arroyo de la vida a las víctimas de la modernidad. Y en esa sociedad el artista será considerado como un indeseable, bien sea por el padre o por el orden o por el resto de la gente

En “Kabaret Kafka” vemos la condena del creador en una sociedad industrial y moderna. El artista ya no goza de ningún mecenazgo de las clases altas. La modernidad y postmodernidad nos trae la imagen del artista bohemio, atormentado, marginal, miserable, genial. Y es el padre del escritor quien condena. La figura paterna (encarnada por un inquietante José Luis Checa) es la imago que provoca en Frank la brecha entre lo que él debería ser y lo que realmente quiere ser; la herida que le provoca el dedicarse a la literatura traicionando unos valores interiorizados y encarnados por el padre.

El resultado es lo que vemos en escena: un escritor presa de la neurosis del fracaso, presa de las trabas que se autoimpone como castigo inconsciente a su desviación. El Padre se avergüenza de él. Entra en el cabaret buscándolo, rezumando violencia reprimida, incapaz de amar pero sí de fornicar, apestando a soledad. La soledad de un Imperio a punto de perder en la Gran Guerra, la soledad de un hombre que sospecha del hijo y de su literatura: primero, porque no es productiva económicamente; segundo, porque puede ser subversiva. Por eso, el padre actúa en connivencia de los policías: el orden, estructura y fundamento de esa realidad.

Esa Policía atosigará al escritor ( memorables y caricaturescos Israel Martín y Luis Montero) e irrumpirá en el cabaret. Le persiguen por artista, por poeta, por joven , por enfermo, por inconformista, por judío, por tísico. Son el progreso racionalista, la burocracia alienadora, la política opresora. Son la negación.

Y es precisamente la riqueza del material el principal valor de “Kafka Kabaret”. Ante ello, es una pena que no acabe de lograrse algo que el espectador recuerda y rescata nada más acabar el espectáculo: momentos y atmósferas tan irreales como sugerentes, logradas bien sea por la belleza de la palabra o por la atmósfera conseguida por la luz, música e interpretación

El inicio de la función, cuando el público entra en la sala y bailan entre la niebla los enamorados. La bola de baile cuyos espejuelos nos transportan a un lugar recóndito donde brillará el drama. El encuentro-desencuentro furtivo de un Kafka enamorado al estilo de un Romeo ingenuo y existencialista con Julia ( una sensible Maria Torres, el sueño no conseguido, en palabras de Milena): dos rostros como chispas encendidas. Los estridentes policías aporreando groseramente el piano. El padre sosteniendo el paraguas iluminado en rojo mientras saluda a la romana y su brazo se moja de lluvia. La aparición de Milena al fondo de una puerta donde se intuye un camerino y la trastienda del mundo que sospechamos. El marco de esa misma puerta en la que asistimos a una escena doméstica del matrimonio Kafka... Son todos momentos memorables de atmósferas logradas que no están presentes durante toda la función, y que podrían haber sido una apuesta mucho más clara. Habría sido un acierto teniendo en cuenta que en este tipo de propuestas es más importante lo que el espectador recibe sensorial y emocionalmente, más que racionalmente.

¿Por qué no se mantiene esa clave de principio a fin?, ¿por qué no se apuesta por ese lirismo y esa sugestión, si se logra intensamente en ocasiones para desembocar en lo convencional, pese a que el texto nos siga embebiendo?. Todo lo brinda: el texto es metafórico, polisémico, desestructurante; los actores entienden su trabajo; y el espacio de la representación -una sala polivalente de la Triángulo- es un lugar pequeño que facilita la creación de ambientes, la inmersión; y donde se da la magia comunicativa al estar el espectador cerquísima del actor, de su trabajo casi a pecho descubierto y de cuanto acontece en la escena.

A ello podría haber contribuido un diseño de luces en algunos momentos más sugerente, la mayor utilización simbólica de algunos mínimos elementos de ambientación o escenográficos que cambiaran de significación a lo largo de la función (como ocurre con la puerta del camerino, precioso y buen hallazgo); así como el mayor aprovechamiento de efectos sonoros por parte de los músicos (de nuevo, magníficas las atmósferas puntuales conseguidas a través de la música interpretada por Félix Checa y Julien), y un mayor cuidado por los detalles (feísima la luz fluorescente de la taquilla de la Triángulo que entra en la sala en un momento de la representación en una entrada de los personajes)

El trabajo actoral esta realizado con mucha entrega. Inteligentemente, las interpretaciones mezclan momentos de gran sinceridad y verdad con un estilo farsesco y expresionista, que conlleva un buen trabajo corporal. Los personajes son tipos muy definidos y están bien conseguidos: la cabaretera cuyo aroma a perfume y güisqui intuimos, y que es representación de la vida o de una filosofía ante ella; Julia, la amante abnegada, amada, rechazada; el padre que siempre huye de la lluvia renovadora; los animalescos policías... Cabe apuntar que las composiciones de los secundarios resultan más memorables que la esforzada del propio Kafka, personaje que se construye a golpe de contraste con los demás personajes. Personajes que acaban tornándose en el lamento ante la muerte en los componentes de una danza de la muerte medieval pasada por ritmos musicales hebreos.

Y es que “Kafka Kabaret” es una mezcolanza propia de la postmodernidad que refleja. El ser humano desmembrado, condenado a la soledad, baila y sueña con y en el amor al ritmo de poesía y de boleros; y a la vez muere de hambre y de duda, se enfrenta al existencialismo, al surrealismo, al amor, a la enfermedad, a la esperanza, a la opresión. Y como compañera de viaje, la Muerte.

Y tras la danza de la muerte, las mismas incógnitas y los misterios. Aunque también la esperanza, o la huída al “Sur”. ¿Es la muerte la única escapatoria?. En “Kafka Kabaret”, Kafka anhela un lugar donde ser feliz, y no se explicita en qué consiste ese lugar: seguramente el Kafka histórico hablaría de un estado judío fundamentado en las teorías sionistas. Que no se exponga contextualmente así en el montaje universaliza esa búsqueda y por ende acerca mucho más esa temática de búsqueda al espectador, al pertenecer ese anhelo de paraíso perdido a nuestro imaginario colectivo.

Y es precisamente esta la gran virtud del montaje: la presentación y la sugerencia de temas a través de la poesía y la metáfora. Y entonces, el espectador pensará en la situación bautizada como neoliberalismo; en conceptos como funcionalismo, eficiencia, productividad, plutocracia, ausencia de meritocracia... y ay de aquel que quede fuera.
Y todo ante la continua búsqueda de un indeseable a punto de ser engullido por su realidad: Kafka, quien percibe las voluntades ciegas de la vida, un mar oscuro de temas complejos ribeteado por la espuma de canciones desnudas y sencillas; y todo ello jalonado con inspiradísimos momentos a nivel estético y escenográfico. No juega todas sus bazas. Pero es muy interesante. Los pequeños flecos que aflojan la potencial magia del conjunto dependerán más o menos de la importancia que les dé el espectador, que no saldrá nunca indiferente.

La eterna canción: flor que rasga la oscuridad.

La pasión y el dolor, la miseria y el gozo, el miedo y el arte, el humor y la pena, lucha y libertad, y libertad a través de la entrega son realidades que a veces inflaman las sencillas venas de una pequeña historia. Son el reverso doliente de una cara amable. Esto nos ofrece “La eterna canción”, zarzuela que brilla por los claroscuros y las antítesis continuas sobre las que está bellamente construida en su reivindicación de la música y el arte para la libertad y para el hermanamiento.
Esta es una de las principales virtudes que el montaje realizado en el teatro Español nos ofrece. Ignacio García hábilmente consigue un montaje que satisface a los amantes incondicionales del género que acuden a ver una asequible pieza más -seguramente con mucha curiosidad por tratarse de la recuperación de una obra desconocida que sólo se representó en el momento de su estreno en el 45-, y que también atrae al espectador más neófito. Y esto se debe a que el montaje ofrece una rica y amena trastienda tras su aspecto de sainete y de divertida comedia.
Sorózabal, creador y músico de ideología que suscitó una y otra vez las iras y sospechas del régimen, reflejó el drama de la guerra civil y la posguerra en sus obras. En “Black, el payaso” creaba una metáfora de la contienda ambientada en países imaginarios de opereta centroeuropeos azotados por la revolución; y en su “Canción del segador” se desgrana el canto doliente del exiliado. Pero en “La eterna canción” el exilio, el dolor y el desarraigo es interno; y del drama no se habla.
El libreto nos presenta una historia sencilla, básica. Su simpleza amena y amable no es casual: rebela la pobreza intelectual e inquietudes domésticas de aquellos años. Pero el libreto ofrece guiños, y entre las líneas del texto empezamos a intuir lo que subyace, porque lo importante es lo que no se dice tan claro.
En el dúo entre Laura y Jacinto, se nos habla de la desgracia familiar de Laura, huérfana de padres, y abandonada por tal razón por su prometido: en plena posguerra podemos hacer nuestras conjeturas sobre esa desgracia. Todas llevan a únicas conclusiones. Tampoco es casual que el libreto nos presente un personaje cómico, don Martín, el viejo verde, como el figurón casero propietario del bloque: estamos ante un vestigio de la oligarquía prebélica, en la que podemos intuir tendencias monárquicas. Además, una de sus antiguas novias se llamaba “Paz” Y clave resulta que sea un limpiabotas el que contribuya al desenmascaramiento de Jacinto: estratificación social y pobreza, unidas a un proletario Tiresias que contribuye a la anagnórisis de la heroína.Y las posibilidades que el libreto ofrece para dejar entrever el reverso amargo del folletín amable son aprovechadas con creces en este montaje, donde no se pierde la frescura de las situaciones cómicas (destacan en este sentido el trabajo de Beatriz Díaz, Millán Salcedo, Tony Cruz y Pep Sais).
El preludio orquestal ya nos ofrece lo que veremos. La música de la romanza que cantará Laura (Amanda Serna) nos expondrá la temática amorosa, que se convertirá en trasunto de desgracias y traiciones mayores. El arrebatador lirismo de las cuerdas ya nos indica la apuesta por el arte y por la música como manera de trascender la miseria reinante. La iluminación nos sitúa en una bella atmósfera de ocaso, con todo lo que esto sugiere: iniciaremos un viaje desde el atardecer hasta un nuevo amanecer. Vemos a dos enamorados que se citan en la azotea, y el idilio es interrumpido con la llegada de la madre. Y como chispas negras sobre el rojo descubrimos a los tres personajes principales del drama: los tres artistas. En un nivel superior, alguien los observa: el chulesco Jacinto (Francisco Vas), siempre por arriba, desde esferas superiores económicas y políticas. Esta es la síntesis de lo que se desarrollará.
Ignacio García logra sublimes atmósferas plenas de significados. Es de destacar todo el comienzo del segundo acto, que arranca con el bello danzón, en el que se nos envuelve en la oscuridad íntima del café-cantante; es un acierto que la música ambiental que toque el pianista sean piezas de “Katiuska” (“Rusita, rusa divina” y el “fox de las joyas”). Y son magníficas las transiciones de escenas, pues artísticamente son bellísimas y teatralmente están llenas de poesía y de significados
El cambio del primer cuadro al segundo es un potente, casi violento contraste entre la música del pasodoble y la imagen nocturna y siniestra de la farola y la prostituta que rasga las brumas, entre la búsqueda del sueño y el arte y la verdadera realidad de autarquía y cartilla de racionamiento en la que viven los protagonistas. La transición de este cuadro al siguiente, con Laura derrumbada y el amanecer al fondo, posee una potente fuerza musical y plástica, y recoge arrebatadoramente los varios niveles de significado que la lectura realizada del libreto nos ofrece: el desengaño amoroso de Laura y la traición, que alcanza su paralelo con el abuso de autoridad y con la mezquindad y prepotencia de una nueva clase social naciente tras la guerra.
Esa dialéctica entre arte y represión, amor y engaño, aparece en el montaje a través de la utilización de elementos y espacios simbólicos. La represión siempre está en un nivel superior, representada por ese balcón al que se asoman Jacinto, con bigotitos a lo falange, y sus secuaces. Este espacio juega un interesantísimo papel a nivel simbólico, pues si en principio es la morada habitual desde la que espía el estraperlista y desde donde canta el primer dúo, esas barandillas, en el café, serán de nuevo utilizadas por el vigilante del local, de nuevo figura de autoridad oscura; y más tarde, en comisaría, (con el precioso detalle radiofónico en la transición hacia este cuadro) el espacio se convertirá en el corredor de un policía. Sólo quedará vacío en la conclusión de la historia, donde en su lugar sólo quedan como testigos, la sencilla belleza de una maceta de flores.
Esta utilización del espacio se ve reforzada por la utilización de elementos escenográficos tales como las fotografías de comisaría: rostros de presos políticos, indeseables y víctimas enterradas en cunetas que son telón de fondo de la comedia que acontece. O como la pequeña rosa que cae del ojal de Jacinto, y es pisoteada y luego rememorada por Laura en el café. Y todos estos significados se ven reforzados con la conjunción de una iconografía que conjuga elementos del teatro realista, de la novela social y del cine melodramático con carga social de la época, con elementos más simbólicos y metafóricos.
La dirección interpretativa es bastante certera. Los cantantes-actores o actores-cantantes demuestran su oficio en un elenco predispuesto y bien dirigido a través de unas pautas claras que hacen que veamos personajes diáfanos y definidos. Al respecto es destacable la dirección de los coros en los que se incluye la creación de tipos. De unas pinceladas, vemos personajes en esos vecinos, en los jóvenes enamorados que han de racionar también la sensualidad, en el policía que jalea al comisario, el ayudante de comisaría que llora el engaño de Laura, en esos espectadores del café cantante: hay un especial y grato cuidado por esos personajes secundarios y anecdóticos que conforman el fresco sobre el que se construye la historia.
En opinión del propio director, es de señalar el hecho de que en esta zarzuela “la música brotara de un modo tan natural de la raíz misma de la historia”. Historia que se va desarrollando a través de los números musicales que surgen de manera espontánea y natural. Esto sucede al estar montados sin perder de vista en ningún momento la labor dramática que juegan. Así, son monólogos de los personajes (romanza de Laura), son verdaderas escenas con su propio conflicto (Cuarteto de Laura, Manolo –estupendo Javier Galán-, Tina y Montilla), son bellas evocaciones (El danzón o el amanecer madrileño), o son acción propia de escenas (la divertidísima escena de la comisaría o la romanza de Aníbal -entregado Enrique Baquerizo-). En definitiva, “La eterna canción” es una excepción entre tanto intento suicida del género. Normalmente, cuando se monta una zarzuela sin cambiar en la puesta en escena las coordenadas de espacio y tiempo originales, nos enfrentamos ante meras transcripciones de los materiales con mayor o menor holgura de medios. En esta ocasión, la zarzuela nos ofrece mensajes claros que trascienden la mera anécdota.. Y la música es la que nos arroya y nos lleva al desenlace. Don Aníbal aboga por un nuevo amanecer donde han de olvidarse rencillas. Los vecinos observan desde las terrazas.
Y “La eterna canción” se convierte plenamente en metáfora de búsqueda de libertad, en canto a la tolerancia, en fuerza para seguir hacia delante. En bálsamo vital para curar heridas terribles que no se mencionan. Esta es la principal virtud de este montaje: la flor que rasga un tiempo oscuro.