Danilo en los Infiernos

Danilo en los infiernos es un viaje impresionista, un paseo superficial y trascendente, elegante y vulgar, elevado y rastrero por los espectáculos y la vivencias que se te pueden clavar deambulando por la cartelera madrileña nocturna. Madrid, ciudad en la que todo puede consumirse a sí mismo. Puñalada en medio del horizonte de algún plenilunio.

Monday, April 24, 2006

La eterna canción: flor que rasga la oscuridad.

La pasión y el dolor, la miseria y el gozo, el miedo y el arte, el humor y la pena, lucha y libertad, y libertad a través de la entrega son realidades que a veces inflaman las sencillas venas de una pequeña historia. Son el reverso doliente de una cara amable. Esto nos ofrece “La eterna canción”, zarzuela que brilla por los claroscuros y las antítesis continuas sobre las que está bellamente construida en su reivindicación de la música y el arte para la libertad y para el hermanamiento.
Esta es una de las principales virtudes que el montaje realizado en el teatro Español nos ofrece. Ignacio García hábilmente consigue un montaje que satisface a los amantes incondicionales del género que acuden a ver una asequible pieza más -seguramente con mucha curiosidad por tratarse de la recuperación de una obra desconocida que sólo se representó en el momento de su estreno en el 45-, y que también atrae al espectador más neófito. Y esto se debe a que el montaje ofrece una rica y amena trastienda tras su aspecto de sainete y de divertida comedia.
Sorózabal, creador y músico de ideología que suscitó una y otra vez las iras y sospechas del régimen, reflejó el drama de la guerra civil y la posguerra en sus obras. En “Black, el payaso” creaba una metáfora de la contienda ambientada en países imaginarios de opereta centroeuropeos azotados por la revolución; y en su “Canción del segador” se desgrana el canto doliente del exiliado. Pero en “La eterna canción” el exilio, el dolor y el desarraigo es interno; y del drama no se habla.
El libreto nos presenta una historia sencilla, básica. Su simpleza amena y amable no es casual: rebela la pobreza intelectual e inquietudes domésticas de aquellos años. Pero el libreto ofrece guiños, y entre las líneas del texto empezamos a intuir lo que subyace, porque lo importante es lo que no se dice tan claro.
En el dúo entre Laura y Jacinto, se nos habla de la desgracia familiar de Laura, huérfana de padres, y abandonada por tal razón por su prometido: en plena posguerra podemos hacer nuestras conjeturas sobre esa desgracia. Todas llevan a únicas conclusiones. Tampoco es casual que el libreto nos presente un personaje cómico, don Martín, el viejo verde, como el figurón casero propietario del bloque: estamos ante un vestigio de la oligarquía prebélica, en la que podemos intuir tendencias monárquicas. Además, una de sus antiguas novias se llamaba “Paz” Y clave resulta que sea un limpiabotas el que contribuya al desenmascaramiento de Jacinto: estratificación social y pobreza, unidas a un proletario Tiresias que contribuye a la anagnórisis de la heroína.Y las posibilidades que el libreto ofrece para dejar entrever el reverso amargo del folletín amable son aprovechadas con creces en este montaje, donde no se pierde la frescura de las situaciones cómicas (destacan en este sentido el trabajo de Beatriz Díaz, Millán Salcedo, Tony Cruz y Pep Sais).
El preludio orquestal ya nos ofrece lo que veremos. La música de la romanza que cantará Laura (Amanda Serna) nos expondrá la temática amorosa, que se convertirá en trasunto de desgracias y traiciones mayores. El arrebatador lirismo de las cuerdas ya nos indica la apuesta por el arte y por la música como manera de trascender la miseria reinante. La iluminación nos sitúa en una bella atmósfera de ocaso, con todo lo que esto sugiere: iniciaremos un viaje desde el atardecer hasta un nuevo amanecer. Vemos a dos enamorados que se citan en la azotea, y el idilio es interrumpido con la llegada de la madre. Y como chispas negras sobre el rojo descubrimos a los tres personajes principales del drama: los tres artistas. En un nivel superior, alguien los observa: el chulesco Jacinto (Francisco Vas), siempre por arriba, desde esferas superiores económicas y políticas. Esta es la síntesis de lo que se desarrollará.
Ignacio García logra sublimes atmósferas plenas de significados. Es de destacar todo el comienzo del segundo acto, que arranca con el bello danzón, en el que se nos envuelve en la oscuridad íntima del café-cantante; es un acierto que la música ambiental que toque el pianista sean piezas de “Katiuska” (“Rusita, rusa divina” y el “fox de las joyas”). Y son magníficas las transiciones de escenas, pues artísticamente son bellísimas y teatralmente están llenas de poesía y de significados
El cambio del primer cuadro al segundo es un potente, casi violento contraste entre la música del pasodoble y la imagen nocturna y siniestra de la farola y la prostituta que rasga las brumas, entre la búsqueda del sueño y el arte y la verdadera realidad de autarquía y cartilla de racionamiento en la que viven los protagonistas. La transición de este cuadro al siguiente, con Laura derrumbada y el amanecer al fondo, posee una potente fuerza musical y plástica, y recoge arrebatadoramente los varios niveles de significado que la lectura realizada del libreto nos ofrece: el desengaño amoroso de Laura y la traición, que alcanza su paralelo con el abuso de autoridad y con la mezquindad y prepotencia de una nueva clase social naciente tras la guerra.
Esa dialéctica entre arte y represión, amor y engaño, aparece en el montaje a través de la utilización de elementos y espacios simbólicos. La represión siempre está en un nivel superior, representada por ese balcón al que se asoman Jacinto, con bigotitos a lo falange, y sus secuaces. Este espacio juega un interesantísimo papel a nivel simbólico, pues si en principio es la morada habitual desde la que espía el estraperlista y desde donde canta el primer dúo, esas barandillas, en el café, serán de nuevo utilizadas por el vigilante del local, de nuevo figura de autoridad oscura; y más tarde, en comisaría, (con el precioso detalle radiofónico en la transición hacia este cuadro) el espacio se convertirá en el corredor de un policía. Sólo quedará vacío en la conclusión de la historia, donde en su lugar sólo quedan como testigos, la sencilla belleza de una maceta de flores.
Esta utilización del espacio se ve reforzada por la utilización de elementos escenográficos tales como las fotografías de comisaría: rostros de presos políticos, indeseables y víctimas enterradas en cunetas que son telón de fondo de la comedia que acontece. O como la pequeña rosa que cae del ojal de Jacinto, y es pisoteada y luego rememorada por Laura en el café. Y todos estos significados se ven reforzados con la conjunción de una iconografía que conjuga elementos del teatro realista, de la novela social y del cine melodramático con carga social de la época, con elementos más simbólicos y metafóricos.
La dirección interpretativa es bastante certera. Los cantantes-actores o actores-cantantes demuestran su oficio en un elenco predispuesto y bien dirigido a través de unas pautas claras que hacen que veamos personajes diáfanos y definidos. Al respecto es destacable la dirección de los coros en los que se incluye la creación de tipos. De unas pinceladas, vemos personajes en esos vecinos, en los jóvenes enamorados que han de racionar también la sensualidad, en el policía que jalea al comisario, el ayudante de comisaría que llora el engaño de Laura, en esos espectadores del café cantante: hay un especial y grato cuidado por esos personajes secundarios y anecdóticos que conforman el fresco sobre el que se construye la historia.
En opinión del propio director, es de señalar el hecho de que en esta zarzuela “la música brotara de un modo tan natural de la raíz misma de la historia”. Historia que se va desarrollando a través de los números musicales que surgen de manera espontánea y natural. Esto sucede al estar montados sin perder de vista en ningún momento la labor dramática que juegan. Así, son monólogos de los personajes (romanza de Laura), son verdaderas escenas con su propio conflicto (Cuarteto de Laura, Manolo –estupendo Javier Galán-, Tina y Montilla), son bellas evocaciones (El danzón o el amanecer madrileño), o son acción propia de escenas (la divertidísima escena de la comisaría o la romanza de Aníbal -entregado Enrique Baquerizo-). En definitiva, “La eterna canción” es una excepción entre tanto intento suicida del género. Normalmente, cuando se monta una zarzuela sin cambiar en la puesta en escena las coordenadas de espacio y tiempo originales, nos enfrentamos ante meras transcripciones de los materiales con mayor o menor holgura de medios. En esta ocasión, la zarzuela nos ofrece mensajes claros que trascienden la mera anécdota.. Y la música es la que nos arroya y nos lleva al desenlace. Don Aníbal aboga por un nuevo amanecer donde han de olvidarse rencillas. Los vecinos observan desde las terrazas.
Y “La eterna canción” se convierte plenamente en metáfora de búsqueda de libertad, en canto a la tolerancia, en fuerza para seguir hacia delante. En bálsamo vital para curar heridas terribles que no se mencionan. Esta es la principal virtud de este montaje: la flor que rasga un tiempo oscuro.

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